sábado, 15 de agosto de 2015

Esto es lo que pienso de tu piropo


Parece que no hemos hablado suficiente del acoso callejero. Siempre nos hará falta repetir y repetir lo cansadas que estamos de ir por la vida recibiendo piropos que nos provocan tanta indignación, rabia, asco, nos paralizan o nos obligan a devolver el golpe.




Iba caminando por el Centro Histórico un viernes en la mañana; eran alrededor de las diez. Iba muy consciente de mis piernas porque con estos calores decidí usar una falda y podía sentir las miradas penetrantes sobre ellas. Al ponérmela pensé que quizás en la mañana no me iba a exponer tanto, que seguro me iba peor caminando con esa falda a las 10 de la noche que a las 10 de la mañana. Pero a la gente no le importa si es “horario familiar”; el acoso se da a toda hora. A mí se me olvida a veces.
Me puse la falda –como cualquiera se pone un pantalón o un short– porque tenía calor ese día –todos sabemos que este año la canícula fue eterna–. Tenía bien claro que mi intención no era provocar. Justo iba a irme caminando a un conversatorio de sexualidad.
Caminé la primera cuadra y al primero que se le fueron los ojos fue al guardián del edificio en donde vivo, pero no dijo nada. En la esquina escuché a alguien saborearse, lo volteé a ver y me miraba fijamente. Me dio miedo. Por un segundo pensé en regresarme y cambiarme de ropa, pero me sentí ridícula. Caminé más rápido.
En la siguiente cuadra venían tres hombres, uno detrás de otro, espaciados quizás por un metro y medio. Uno era una anciano, los otros dos eran jóvenes. Me dio más miedo e intente cambiarme de banqueta, pero los carros no me dejaron. Los tres me miraban directamente mientras caminaban y nos acercábamos más.
El primero pasó y me dijo “muñeca linda”. Mi cara de asco pudo haber sido una advertencia para el que iba detrás de él, pero al segundo no le importo: “¿Por qué tan sola, belleza?” Y el tercero, el anciano, fue el peor: “que lindas chiches” y se rió mientras paso a mi lado.
Me hice la sorda las tres veces aunque en la última casi me doy la vuelta y saco el dedo. Me frené porque una vez más me sentí ridícula. Se iban a reír de mí.
Lo que ellos no sabían era que todo el tiempo que caminé a la par suya iba sosteniendo un táser dentro de mi suéter. Un táser es una pistola de electroshocks. Para casos graves.
En la tercera cuadra no compartí banqueta con nadie, iba aliviada. Pero no segura porque dos motos me bocinaron y el conductor de un carro me tiro un beso, de esos tronadores que son asquerosos.
Me quedaban dos cuadras para llegar al lugar, las últimas dos eran sobre la Sexta, donde siempre circula mucha gente. Todos iban de prisa, nadie me dijo nada, pero no me salvé de las miradas.


¡Qué asco!
¿Por qué es tan difícil que entiendan que usar una falda o escribir de sexo no es ninguna invitación para nada? ¿Por qué no podemos las mujeres caminar tranquilas en nuestras calles?
Entré al conversatorio con la indignación creciéndome en el pecho, con la vergüenza de llevar falda y la rabia por no poder sentirme libre, aunque lo intentara con todas mis fuerzas. Quería llorar.
Yolanda Colom se sentó a mi lado, una mujer a la que admiro mucho desde que leí Mujeres en la Alborada. Me sonrió y bromeó junto a mí todo el conversatorio. Hablamos del acoso y todas coincidimos que estábamos hartas.
En el público había cuatro hombres; uno de ellos muy feminista, otro era un curioso y los otros dos no hablaron.

El acoso sexual intelectualoide

Más tarde ese día fue la fiesta de aniversario de Nómada. Haciendo cola para el baño me encontré a uno de los asistentes del conversatorio de la mañana, uno de los que no habló. Se me acerco para hablarme y quiso compartir sus pensamientos acerca de lo conversado en la mañana. Francamente yo no tenía interés, pero me salí de la cola para escucharlo un minuto, no sé si por cortesía o por complaciente, porque a veces no lo puedo evitar y es algo que debo trabajar.
Me dijo que la gente no manejaba los “conceptos” para hablar de ciertos temas. Que su nivel intelectual no lo dejaba hablar con mucha gente, pero que opinaba que el androcentrismo es lo que debe abolirse. Yo no decía nada. Él continuaba: “yo por eso vengo a fiestas y hablo con las francesas y las extranjeras de estos temas.”
Ahí fue cuando dejé de escucharlo y me sentí acosada. A pesar de que me recomendó un par de buenos libros, la conversación ya me empezaba a incomodar. Fue un acoso más “intelectualoide” que los de la calle, pero igual, su manera de acercarse era hablando de temas que, según él, son mi “fuerte”, intentando impresionarme con sus conocimientos. ¿Acaso no entendió todo lo que se habló en el conversatorio de la mañana? ¿Por qué asistió a eso? ¿Está sordo?
Yo solo quiero aclarar que no soy experta. Soy como todas y solo busco discutir los temas que me molestan. ¡Pero si está realmente jodido que ahora esta discusión es una excusa también para acosar!
Y ahí estaba yo, intentando interrumpirlo para terminar con la conversación, pero no me dejaba. Encima de todo ya me hacía pipí. De repente llegó Martín (de Nómada), y quizá se dio cuenta de lo incómoda que estaba o quizá solo fue suerte, pero me ofreció su lugar en la cola del baño y así pude terminar la conversación.
Hay tantas formas de acoso, tanta violencia a la que enfrentamos en el momento que salimos de casa. Hoy aprovecho este espacio para decir que estoy harta. Que no quiero ser tachada como una “pesada” sino prefiero no ser violentada. Y me refiero a la violencia que va desde miradas y piropos hasta discusiones intelectualoides que buscan llamar mi atención.
No es justo. Respétenme. Respétennos a todas. En Nómada estamos preparando algo para esto.

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